jueves, 12 de septiembre de 2013

LOS RESPONSABLES DE LA DESTRUCCIÓN - ¿Por colaboracionismo?

Una de las excusas o justificaciones que manejó el partido inglés fue la de que San Sebastián era una ciudad afrancesada que había colaborado con el enemigo y hasta se. había visto disparar a los donostiarras contra las tropas aliadas liberadoras. En la Representación del 5 de febrero a la Regencia la Ciudad se queja de que "algunos periódicos nacionales, mal instruidos sin duda, insultan nuestra desgracia, y los de Londres, en particular el "The Pilot", la atribuye a nuestros crímenes de lesa nación". En efecto, el despacho reproducido en el apéndice documental de este periódico inglés está lejos de ser un modelo de delicadeza hacia la "bellísima Ciudad", destruida por el fuego inglés. 
Los donostiarras tomaron muy en serio la acusación de crimen de lesa nación, de afrancesamiento, en otras palabras, y dedicaron la primera y la última parte del Manifiesto a demostrar su patriotismo y refutar la acusación de colaboracionismo. En resumen, las razones que exponen pueden reducirse a las siguientes: 
El comandante francés de la plaza tuvo que prohibir la salida de los habitantes, porque iban a dejar la plaza casi desierta por el ansia que sentían de liberación.
 Los donostiarras tuvieron que sufrir bajo amenaza de muerte duras requisas, contribuciones extraordinarias, prisiones y deportaciones. Por la desconfianza que sentían hacia ellos, los franceses Tes despojaron el 7 de julio no solamente de todas las armas, sin excepción del espadín más inútil, sino cuantas cuerdas, escalas, picas, palas, azadones y herramientas de carpintería pudieron hallar. 
La congoja que les invadió al ver frustrado el asalto de julio y la prolongación de la defensa sólo encontraban consuelo en el auxilio a los prisioneros y la atención a los heridos aliados, hasta el punto que por exceso de celo en este menester algunas personas fueron recluidas en el Castillo.
Las muestras que dieron de su exaltado amor al Rey y del alto desprecio al intruso cuando el 8 de julio de 1808 paseó por las caIles donostiarras hasta el punto que obligaron al sufrido José a manifestar a uno de los alcaldes la sorpresa que le habían causado. 
Todas estas razones expuestas más extensamente en el Manifiesto se ven confirmadas, al menos negativamente, en otras fuentes. Ciudades hubo en España que prestaron juramentos de fidelidad a José Bonaparte e hicieron manifestaciones públicas de adhesión. Ciudades hubo en España que le recibieron con relativo entusiasmo. Ciudades hubo en España que merecieron por parte de los franceses una exención temporal de impuestos. Pero nada de esto ocurrió en San Sebastián y su nombre no figura bajo ninguno de estos conceptos en la colección de "Le Moniteur Universal" como figura el de otras poblaciones. 
Conocemos bien, por ejemplo, la actitud ostensiblemente reservada del pueblo donostiarra ante la visita de José Bonaparte, que contrasta con el entusiasmo que días antes manifestó en el-recibimiento de Fernando VII. Los tamborileros tuvieron que retirarse avergonzádos de la Plaza Nueva antes de la hora fijada porque ni siquiera a una niña se vio bailar y los balcones se hallaban cerrados y desiertos igual que la Plaza. Cuando José paseó por el muelle por Kai-arriba las mujeres, vueltas de espalda, se decían unas otras: "Guk ez degu nai au, bost eta bi beardegu guk", refiriéndose Fernando VII que son cinco y dos. El mismo pretendiente no pudo menos de desahogarse con uno de los alcaldes a quien ma- nifestó: "un error no es delito, otra vez que vuelva a esta ciudad me recibirán mejor" (22).
Sin embargo a estas manifestaciones se opone una frase del co- mandante francés Belmas que afirma que los donostiarras "mostraban una devoción sin límites por los franceses" (23). Se sabe que en San Sebastián hubo bastantes suscriptores de la Enciclopedia, con- cretamente parece que fueron 16, y, además de haber en ella no pocos residentes de la nación vecina, no faltaban "guripleyadas" o afrancesados y, empleando una expresión moderna, hasta "colabo- racionistas", como los que ocuparon los puestos de autoridad du- rante la ocupación. Pero esto no era exclusivo de nuestra Ciudad, sino común a otras, y ellos pertenecían siempre a la minoría bur- guesa, mientras que el pueblo, en expresión de Soraluce, era archi- patriota. Mas los mismos afrancesados debieron cambiar de ideas o actuaron con prudencia, porque el Manifiesto expresa que en los cinco años de ocupación los oficiales franceses no lograron introdu- cirse en una sola casa decente. Esto último se ve confirmado por la carta del Mariscal Alava a San Sebastián, de que más arriba hemos hecho mención, en la que elogia los sentimientos patrióticos de la Ciudad y atestigua que el mismo Duque conoce esos sentimientos.
Más personal es la excusa que pretende Napier. El teniente coronel inglés, a pesar de su actitud despectiva hacia los españoles, tuvo suficiente honradez para condenar "las atrocidades que hubieran cubierto de vergüenza a los puęblos más bárbaros de la anti- güedad" que cometieron los aliados en San Sebastián, donde "la más espantosa, la más repugnante crueldad fueron a unirse a la momenclatura de todos los crímenes". Mas al militar inglés no se-le ocurre excusa más peregrina para justificar tales crímenes que el despecho producido a los aliados "la ingratitud y mala correspon- dencia española en Talavera, que hasta el fin de la guerra mantu- vieron una constante aversión y desprecio a los españoles". La excusa parece tan pueril que no merece la pena de refutarla y menos cuando en aquellos mismos tiempos no faltó quien refutase las teorías de este autor (24).

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(22)Sobre el recibimiento a José Bonaparte véase BALDOMERO ANABITARTE: Gestión del Municipio de San Sebastián en el siglo XIX (San Sebastián, 1903), pág. 25. 
(23) BELMAS: Journaux, pág. 594, citado por BRIALMONT: Histoire du Dис W'ellington, t. II, pág. 119. 
(24) José CANGA ARGÜELLES: Observaciones sobre la Historia de la Guerra de España, que escribe en inglés el teniente coronel Napier, publicadas en Londres, año de 1830, y reimpresas en virtud de orden de S. M., t. II (Madrid, 1835), págs. 276-8. 

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