Toda esta situación, naturalmente, no exime de responsabilidades personales a las tropas aliadas, aunque no faltaron entre ellos quienes supieron mantener los sentimientos de humanidad; e incluso algunos, tanto oficiales como soldados, arriesgaron y hasta perdieron su vida en el intento de frenar los excesos criminales de sus compañeros (34).
Se les debe imputar la responsabilidad no sólo del pillaje, crímenes y violaciones cometidas, sino también de la quema de
Ciudad. Aun reconociendo que en muchas partes pudo surgır
fuego fortuito, el clima de horror y espanto que provocaron los soldados aliados en la población civil indefensa hizo imposible que ésta
pudiera entregarse en la forma debida a sofocar el fuego, preocupada primordialmente de salvar la vida.
Wellington asevera que sus soldados hicieron cuanto era posible
por extinguir el fuego, pero la aseveración no resiste una honrada
crítica. Las Representaciones del Ayuntamiento se quejan de que
sus requerimientos de ayuda no obtuvieron de los soldados respuesta
positiva. Solamente un batallón de portugueses se puso a trabajar
en la extinción del fuego, pero al poco cesaron en el trabajo y se
alejaron abandonando los instrumentos en el lugar. Una cosa hay
clara en todo ello: las casas de la calle de la Trinidad, ocupadas
por los oficiales, y las parroquias de Santa María y de San, Vicente,
habilitadas como hospitales, no fueron afectadas por el fuego. Y
esto no se puede explicar más que por una u otra de las hipótesis
siguientes: a esos lugares no llegó la mano incendiaria de la soldadesca, o los aliados cuidaron de que a los mismos no se propagase
el fuego. Quizás lo más verosímil sería admitir ambas hipótesis a la
vez y en ese caso, ¿quién puede quedar convencido de que la tropа
anglo-portuguesa no hubiera podido realizar lo mismo en otros
lugares, si no en todos ellos?
La responsabilidad llega a afectar plenamente a los mismos jefes superiores. El general Gómez de Arteche condena a Graham de
debilidad o por lo menos de incuria imperdonable, y sentencia que,
en excesos como los que se cometieron en San Sebastián, es mayor la responsabilidad de los jefes que de la soldadesca, y todavía más terible cuando acaba por hacerse recaer sobre el general en Jefe,
como hemos visto que la opinión general en España y el mundo entero la quiso atribuir a Wellington (35).
En efecto, a pesar de su sobrenombre de Duque de Hierro, We- llington dejó en más de una ocasión de sacar todo el fruto posible de sus triunfos por la falta de disciplina de los soldados. Por eso se ha dicho de él que sabía obtener victorias pero no aprovecharlas. 18 días después de la batalla de Vitoria, por ejemplo, él mismo se queja de que todavía 12.500 hombres, casi todos ingleses, estaban ausentes y la mayor parte merodeaban por las montañas (36).
Por otra parte nada hizo el Lord para que se le pueda exculpar de su responsabilidad. En nada, dice Gómez de Arteche reveló el célebre Generalísimo su saña por la herida que creyó se le infería
en su carácter personal y militar, en nada como en sus contestaciones a las autoridades de la infeliz ciudad que le pedían su protección
cerca del gobierno español y británico. Después de respuestas nada satisfactorias para los que no se cansaban de enaltecer su personalidad en los escritos que le dirigían, acabó en su despacho de 2 de noviembre por prohibirles toda comunicación con él en ese asunto (37).
Mas si la inculpación del horroroso desastre recae sobre todos ellos, no hay por qué responsabilizar de ello a otras personas. No hay razón para extender el dedo acusador contra la noble nación inglesa o portuguesa, ni siquiera contra los ejércitos aliados que, al precio de su sangre, nos auxiliaron en nuestra Guera de la Inde- pendencia, sino contra aquellos soldados que tomaron parte activa en la pepetración de semejante crimen y contra los jefes y oficiales en cuyas manos pudo estar el reprimir el furor destructor de la sol- dadesca y no quisieron o no supieron hacerlo.
Mas si la inculpación del horroroso desastre recae sobre todos ellos, no hay por qué responsabilizar de ello a otras personas. No hay razón para extender el dedo acusador contra la noble nación inglesa o portuguesa, ni siquiera contra los ejércitos aliados que, al precio de su sangre, nos auxiliaron en nuestra Guera de la Inde- pendencia, sino contra aquellos soldados que tomaron parte activa en la pepetración de semejante crimen y contra los jefes y oficiales en cuyas manos pudo estar el reprimir el furor destructor de la sol- dadesca y no quisieron o no supieron hacerlo.
A pesar de todo merece nuestro respeto la lápida que existe a
la entrada de la calle de Jerónimo en nuestra Ciudad con la siguiente inscripción:
XXXI de Agosto de MDCCCХІIІ
Los aliados tomaron por asalto esta ciudad
Ocupada por el ejército invasor,
La incendian, la saquean y degüellan
Gran número de sus moradores
Pero todavía merece más respeto de nuestra parte la otra lápida que se halla enfrente como testimonio perenne de que los hombres de San Sebastián han sabido inmediatamente sobreponerse en
el pasado a las calamidades más espantosas y lo sabrán hacer también en el futuro:
VIII de setiembre MDCCСХІII
reunidos en Zubieta los habitantes dispersos
a consecuencia de la hecatombe del XXXI de Agosto
acuerdan reedificar la ciudad
presa todavía de las llamas
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(33) Véase Ibidem, pág. 341.
(34) BRIALMONT: Histoire, t. III, pág. 364, reproduce una carta en la que
Wellington acusa a los soldados ingleses de la muerte de un oficial portugués que
quiso impedir sus excesos.
(35) GÓMEZ DE ARTECHE, pág. 325.
(36) Ibidem, pág. 244.
(37) ANABITARTE: Gestión, pág. 290.
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