A LA ÚLTIMA NOCHE DE AGOSTO DEL AÑO 1813!
Rojo está el ancho espacio de los cielos; cuanto la vista abarca rojo está, y, más que la tierra, espanta el encendido firmamento. La luz lo invade, sin luna que ilumine las tinieblas. ¡Cuan fatídica! Las nubes se agolpan candentes, como si la noche se hallara en dominio de una infernal potestad.
¡HORRIBLE NOCHE! ¡Horas menguadas! ¿A donde tornar los ojos, arrasados de lágrimas, si el cielo se hallaba preñado de rencores? La leal Ciudad arde en las llamas, y sordos los crueles cielos, invierten hacia la tierra, bajo el ímpetu de la tempestad, las llamas que se levantan de la inmensa hoguera.
Las densas nieblas, surgiendo del mar, escalan los cielos, impulsadas por el retemblar de los truenos; ruje la tempestad, y al estallar herida por el rayo, del horno en que se abrasa el firmamento, precipitase la lluvia sobre la tierra, roja y encendida, como si cayeran torrentes de sangre y de fuego.
¡Fuego y roja sangre! ¡Abominación y espanto! Detonaciones, lamentos, la muerte por do quier; el resplandor del rayo, las vidas y las viviendas pasto de las llamas. Y quedo y silencioso, un reguero de sangre baja hacia el mar, creciendo en el montón de cadáveres, o deteniéndose ante el incendio que ataja su curso.
¡Enemigos cielo y tierra....! Los que procedentes de extrañas naciones los creíamos hermanos, eran enemigos también. ¿A donde volver y alzar los ojos? Sin tierra, sin hogar, sin auxilio, ¿a donde acude el corazón doliente? En donde refugiarse? ¡Morir, herido por el hierro o por el plomo, era el mejor recurso!
Manadas de hombres ebrios, en infame regocijo corren a porfía de casa en casa, sedientos de oro y de híbrico deleite, después de atravesar con el hierro al que con ellos se encara, padre, hijo o esposo, que mueren sintiendo a la vez el trance de la agonía y el triste grito de las que les llaman.
La ancianidad, a pesar de hallarse al borde del sepulcro, no es respetada; los enfermos son asesinados en sus lechos; el tierno niño ocúltase en el pecho de su madre; el hierro atraviesa el seno de ambos, y la madre recibe al morir afrentosa injuria.
¡Vergüenza y mortandad...! ¿pero a donde me encamino? No, paisanos míos; no quiero nublar vuestro pensamiento. Quiero recordar con veneración aquella horrible noche de nuestros abuelos, poniendoos ante los ojos su historia y sus virtudes, su desprecio a la muerte y su resplandeciente aureola, para que les tengamos siempre presentes.
Vosotros, antepasados nuestros, que dejasteis la tierra a la manera de aquellos bravos Numantinos, subisteis al alto Cielo. El Señor os dió su recompensa,sí, abrasadas cenizas, alcanzasteis la gloria inmortal después de pasar como mártires por medio de la inmensa pira en que ardió San Sebastián.
(SERAFIN BAROJA) (EUSKAL ERRIA, 1880)