Lord Wellington a las tres de aquella tarde el estado de las brechas y decidía el asalto para las once de la mañana del día siguiente, 31 de agosto, hora de la baja mar. Se puede decir que en efecto todo estaba preparado para el asalto. Prácticamente las dos brechas se habían unido en una sola con una extensión de 200 metros ; el atrincheramiento interior estaba también casi del todo allanado y accesible en casi toda su extensión ; abierta la cara del baluarte de San Juan, éste había dejado de ser un obstáculo mucho menos que insuperable.
En ningún otro sitio de la Guerra de la Independencia habían empleado los aliados una fuerza artillera tan poderosa. Los sitiados, impotentes para contrarrestar tal fuego y obras tan próximas, desistieron de replicar a la artillería enemiga y se dedicaron a situar sus piezas en posiciones desde las cuales pudieran dominar la marcha de los asaltantes e impedir el alojamiento de éstos en las brechas.
En ocasiones solemnes como la presente, el generalísimo inglés solía tener la costumbre de dar instrucciones muy detalladas y concretas a los subordinados. Recomendó a los asaltantes formar un alojamiento en lo alto de la brecha hasta que, acudiendo otras fuerzas de diferentes puntos, se pudiera continuar al ataque, y hacer también una demostración del lado del mar con alguna tropa de desembarco que distrajese de otro servicio a la guarnición del castillo. Encargó del mando al teniente general Leith, con las fuerzas designadas para el asalto, unos 3.000 hombres, pertenecientes a las brigadas Robinson, Hay y Spry, de la 5ª división inglesa, y el batallón número 5 de Cazadores, de la brigada portuguesa Bradford. A estas tropas de la 5ª División , acusadas de haber demostrado alguna flojedad en el asalto del 25 de julio, debían preceder 750 voluntarios llegados especialmente desde el Bidasoa como para dar una lección a aquellas.Luego se cambió esta última disposición, pero no por ello se curó la herida infringida a la 5ª división en su amor propio.
Amaneció el 31 de agosto, día oscuro de nubes y nieblas, como un presagio de lo que iba a ocurrir. Hasta las ocho de la mañana no hubo suficiente visibilidad para comenzar el fuego artillero, aunque después no se tomaron ni un solo instante de reposo. Poco antes de la hora señalada para el asalto ocurrió un suceso funesto que no pudo dejar de impresionar a las tropas inglesas. Nos referimos a la muerte del teniente coronel Sir Richard Fletcher, uno de los ingenieros más capacitados que enviaron los ingleses a la Península y cuyos restos mortales parece descansan en el Cementerio de los ingleses del monte Urgull, si se atiende a las inscripciones y a algunas fuentes inglesas.
Y llegó la hora de las 11 de la mañana. Faltaba una hora para el momento de la bajamar. La brigada Robinson arrancó puntualmente de las trincheras del istmo, tomando el camino dejado seco por la marea y ensanchado por la artillería en los flancos del hornabeque. A esa señal iniciaron también la marcha desde el otro lado del Urumea 150 portugueses, conducidos por Snodgrass, y seguidos por un destacamento inglés a las órdenes del coronel M'Bean.
El paso de la zona de minas supuso para los asaltantes ingleses algunas decenas de muertos, peor envueltos en una granizada de balas, metralla y bombas continuaron avanzando por el pie del muro, destrozado hasta la brecha. Pero desde ella y desde el muro inmediato no se descubría ninguna entrada a la ciudad; un escarpe de 25 pies de profundidad, y a cuyo pie se habían amontonado todo género de obstáculos, impedía la comunicación con el interior.Los franceses además se habían refugiado en los restos de tapias, tabiques y tejados que formaban un segundo recinto aspillerado que cubría aquel frente, y por si fuera poco un fuego vivo y mortífero de fusilería salía de dos robustos traveses situados en ambos flancos de la brecha y que la artillería del Chofre no había destruído del todo.
No iban mejor las cosas en el medio baluarte de San Juan, donde los asaltantes que querían subir a la brecha encontraban una resistencia insuperable. Además los zapadores que los acompañaban no lograban formar el alojamiento que se habían propuesto, por lo que todos permanecían expuestos al fuego de los defensores, apoyados en un gran través, y al de tres piezas de artillería estratégicamente situadas.
Acudieron al asalto la mayor parte de las fuerzas de reserva y los voluntarios llegados del Bidasoa, a los que se hizo imposible contenerlos en las trincheras. Pero en cuanto llegaban a lo alto de la brecha caían envueltos en un humo espeso. Ante tan crítica situación, Graham no terminaba de recomendar a los artilleros de ambos lados del río que intensificasen el fuego de sus piezas. Hubo un momento de esperanza para los asaltantes cuando el jefe de los citados voluntarios, teniente coronel Hunt, llegó a formar un pequeño alojamiento bastante seguro y cuando los portugueses lograron llegar hasta la brecha pequeña. Pero la artillería francesa y la segunda línea de defensa detrás de la brecha que alcanzaron los portugueses disiparon pronto esa esperanza.
Fue entonces cuando intervino la fortuna en un momento en que los defensores creían segura su victoria, y los asaltantes, incluido el General Graham, pensaban en una muerte heróica frente a las brechas. La fortuna vino, esa es la opinión general, en forma de un poyectil que fue a caer en un depósito de barriles de pólvora, bombas, granadas y otras materias inflamables que los franceses habían colocado tras la brecha con el fin de lanzarlos desde lo alto de sus posiciones en caso de que los ingleses hubiesen superado las líneas defensivas. La explosión fue tremenda; las llamas y el humo envolvieron a los beligerantes y al desvanecerse se pudo apreciar que más de trescientos granaderos franceses situados cerca de aquel lugar volaron por los aires, dejando el camino abierto a quienes ya desesperaban de entrar en la ciudad. Ya no había posibilidad de detener el torrente invasor, y el general Rey dio la orden general de retirada al castillo.
Los ingleses, empezando por asaltar el primer través que flanqueaba la entrada, aunque no sin obstinada resistencia de los que lo seguían cubriendo a pesar de la explosión ; los portugueses ocupando definitivamente la brecha pequeña, y los del lado del hornebeque desde el frente de tierra de que inmediatamente después se hicieron dueños, fueron, al compás unos de otros, extendiéndose por la población entre una imponente tempestad meteorológica de relámpagos, truenos y lluvia.
Cuando podían, los defensores se detenían a ofrecer resistencia; pero creciendo por momentos el número de los asaltantes que se precipitaban sobre los débiles obstáculos existentes, no tenían más remedio que replegarse con rapidez si no querían caer en manos de los enemigos. A pesar de ello, 600 ó 700 franceses cayeron prisioneros antes de llegar a la fortaleza o al convento de Santa Teresa, convertido en su primer reducto.
Lo que pasó después supera el rigor de la historia y constituye una de esas páginas que la humanidad debiera pasar poniendo la mano en los ojos para no sentir vergüenza de si misma.
CONTINUARÁ .................................
¿QUIEN DESTRUYÓ SAN SEBASTIÁN? / JUAN BAUTISTA OLAECHEA